¿Por qué seguimos en Venezuela?
La verdad, lo primero que viene a mi mente al hacerme esa pregunta, así a modo de acto reflejo es: ¡Por huevones! Pero esa no es una respuesta que haga justicia real a todo este embrollo, así que, consideremos ordenadamente la situación:
LOS QUE SE FUERON:
Véase, personas aparentemente muy sensatas que salieron de nuestras fronteras con el propósito de conseguir una mejor vida en otros horizontes. Algunos aprovecharon los tiempos de bonanza, aquellos en que todos nos burlábamos de un video donde salía un individuo, apenas finalizando la pubertad, diciendo barbaridades como: “El este del este” y “me iría demasiado”. ¿Lo recuerdan? Es bastante triste cuando la realidad transforma a los payasos en profetas. Otros se fueron con muchísimo esfuerzo buscando mejores oportunidades para su familia; y también están quienes salieron huyendo despavoridos con una mano adelante y otra atrás. Estos últimos no son precisamente los bombillos más brillantes del arbolito, muchos se tuvieron que devolver así como se fueron.
No es mi intención juzgar a nadie, todos tomaron las decisiones que consideraban correctas de acuerdo a sus propias circunstancias; incluso el loquito del video. Así nos haya parecido un sifrino que se enjuagaba las bolitas en agua oxigenada, quizás ahora lo esté haciendo con agua Evian gasificada, mientras nosotros seguimos aquí agarrando agua (si es que llega) en cualquier olla que veamos pagando y bañándonos con el acostumbrado pote de arroz chino. El viejo y confiable, el que no abandona incluso después de 10.000 lavadas, ese que es más fuerte que el odio y más duradero que el amor.
Las cucarachas algún día harán sus hogares en ellos, una vez la humanidad se haya visto extinta.
Los que se fueron, a su vez, se dividen en dos especies:
En primer lugar, tenemos a los luchadores incansables que trabajan muchísimo, pagan sus impuestos, son emprendedores silenciosos. Éstas son personas educadas y bien formadas que entendieron un principio muy básico: “Estás en casa ajena” y decidieron comportarse a la altura. Han ganado el respeto de todos quienes les conocen porque no tratan de dar lástima a nadie, se ganan cada palmo de tierra con el sudor de su frente y tienen la humildad de ser agradecidos.
En segundo lugar, están los fulanos venecos. Una sarta de becerros egocéntricos, uniformados de pies a cabeza con el tricolor nacional que otrora despreciaban, y ahora llevan tatuado en el corazón, en los brazos, en las tetas y cualquier otra superficie tatuable. Eran sumamente estúpidos en su país, y son aún más estúpidos en el país de otros. La mayoría son personas que nunca pudieron manejar el problema político con un mínimo de madurez y transformaron la escena en el maniqueísmo más balurdo posible. Aquí tenemos desde los opositores más acérrimos: #EscuálidosForever, #CaprilesFanClub, #RCTVvuelveAmiQueTengoFlor, #JuntaDeCondominioSinFronteras, #LeopoldoPal2054, #ElCafetalRepresentando, y pare usted de contar; hasta los chavistas arrepentidos o peor, los chavistas que siguen con su peo desde afuera, pero enclosetados para que no les digan nada. Tristemente esta casta de indeseables son los que obtienen más atención de los medios, y han desencadenado una oleada de xenofobia terrible que afecta a cualquiera nacido en este lado del dildo araucano. (Entendieron, ¿no? Por el Arauca vibrador…)
Afortunada o desafortunadamente (aún no logro descifrarlo) tengo amistades de lado y lado, escucho sus historias a la distancia, los quiero y los extraño, aunque poco les escriba y nunca en mi fucking vida haya considerado visitarlos (Y viceversa). Por alguna razón, aún consideramos las amistades al estilo de nuestros abuelos, la visita en la sala, la tacita de té con galletas al estilo inglés, los chascarrillos inocentes que se escapan en un ambiente fraterno. La verdad es que nosotros no hacemos eso, nuestra generación “se achantaba” en algún sitio cuando era adolescente, ahora nos reunimos en casas porque es más barato comprar una caja de cerveza que sentarse en un local.
*Breve aclaratoria antes de continuar: ¡Resulta ser que NOSOTROS somos los Millenials! ¡Qué barbaridad!, eso es como ver a un alemán feliz en los 30’s con su bigotico de moda, puliendo su cruz esvástica y que venga alguien a decirle que él es de los malos. Aparentemente, “Millenials” es el término que se utiliza para los que nacimos entre 1980 y el 2000; los mariquitos de los que hicimos tantos chistes, son quienes vinieron después. *
Entonces, nosotros somos los millenials [ =( ] que aún conservamos parte de la idiosincrasia antigua y la transformamos a la luz de los progresos tecnológicos y los retrocesos sociales. Así que, los que se fueron, se llevaron su tostiarepas eléctrico, pero también hicieron espacio en la malera para el budare, por si acaso.
¡Tenemos todo bajo control! Podemos dormir en una colchoneta por tiempo indeterminado, ¡¿Cuántas peas no se echa un venezolano en la playa?! Uno sabe amanecer con la cara en la arena y en vez de quejarse, ir a la cava a ver si quedó jugo o en última instancia, hidratarse con el agüita del hielo derretido. ¿Cuántas veces no amanece uno en la alfombra de un pana, arrumado junto a otros 20 huevones porque la rumba estuvo buena y nadie quería bajar la Santamaría? Eso es ¡alto entrenamiento, menor! Podemos trabajar fregando platos y a los meses estar en una oficina o tener un negocio propio, porque la austeridad tan arrecha que uno vive en este país, nos alista para lo que sea. Los venezolanos sabemos resolver, no siempre de las formas más ortodoxas (o legales) pero lo hacemos. No es precisamente una virtud, porque hay muchos inescrupulosos por ahí que andan jodiendo a otros con eso, pero tampoco es necesariamente algo malo. Es como un martillo, puede ayudar a construir una casa, convocar rayos y volar, o machacarle la cabeza a alguien; todo depende de quién lo empuñe.
LOS QUE NOS QUEDAMOS:
Véase, personas aparentemente muy insensatas que decidimos permanecer dentro de nuestras fronteras con el propósito de conseguir una mejor vida en esta tierra bendita, si es que tal cosa es realmente posible. Vivimos aquí del día a día; algunos, tratando de no pensar mucho en los problemas, porque ya tenemos suficiente con padecerlos como para ponernos a filosofar demasiado al respecto; otros, sí están muy pendientes de los aconteceres diarios, esperando que en cualquier momento “se prenda el peo” que traiga un cambio en esa constante zozobra que nos embarga.
Siempre alertas, desarrollamos un sentido arácnido más impresionante que el de Spiderman para detectar a todo aquel facineroso que pudiera tener la intención de jodernos. Nos metemos en la primera tienda que veamos o cruzamos la calle si vemos que alguien sospechoso se acerca. Es comprensible, ¡somos la última generación que jugó la R! por alguna razón nuestro subconsciente piensa que el medio de la calle es como “la casa” y los malandros no nos pueden atacar ahí (El que jugó, entendió); muy parecido, por cierto, al síndrome del Tiranosaurus Rex que se manifiesta si percibimos el ruido de una moto, nos quedamos estáticos en el sitio pensando: “no nos verá si no nos movemos”.
Nah, la verdad es que en ese momento apretamos todo esfínter apretable y sólo podemos atinar a pensar dos cosas: “Aquí fue” en caso de, o “Gracias Dios mío” en caso de que no.
Los que nos quedamos también nos dividimos en dos especies: Los que “nos quedamos en serio”, y los que “nos vamos de mentira”. Esos últimos, son los que que tienen como 5 años o más apostillando documentos, sacando visas, renovando el pasaporte, buscando real y gastándolo, posponiendo fechas de vuelo una y otra vez en caso de tener los pasajes comprados… Son unos personajes altamente quejumbrosos que se encuentran atrapados en el limbo de una procrastinación migratoria que en el fondo sólo revela que realmente no se quieren ir.
Los que nos quedamos de verdad tenemos un nivel de resilencia muy alto, ¡lo necesitamos! Es la única forma de sopesar el hecho de que vivimos en una realidad comprometida con el caos.
Ya no nos preguntamos si las cosas podrían estar peor, lo asumimos como una verdad incuestionable: el dólar mañana estará más caro, los servicios básicos del hogar como la luz, el agua, el gas, pocas veces funcionarán todos al mismo tiempo, la leche de la caja Clap siempre va a saber a culo, la sal no sala y el azúcar no endulza… Mejor no seguir enlistando porque se me va todo el artículo en esto; SIN EMBARGO, aprendimos a apreciar más absolutamente todo. El día que podemos compartir una cerveza con un amigo se convierte en una celebración, ir para el cine es un gusto que nos hace sentir plenos, aunque tengamos que contrabandear las chucherías y deleitarnos con la última maravilla del 7mo arte tomando jugo de guayaba casero. Comer un almuerzo sabroso preparado por nuestra mamá, es una experiencia equiparable (e incluso superior) a lo que pudiera sentir alguien que emigró, al comer en un restaurante lujoso de otro país.
Nos dimos cuenta de que “eso” que necesitamos no necesariamente está a miles de kilómetros, y los problemas internos que pudiéramos tener, se van con uno en la maleta. Aprendimos a vivir como si estuviéramos dentro de un videojuego, superando de manera incansable los mundos de Mario Bros:
– “Ya pasé la parte de las tortugas que vuelan y disparan, ¿Qué sigue?” … “Ya pasé la parte de las pirañas asesinas y las plantas carnívoras, ¿Qué sigue?”
– “Después de toda una mañana de cola, ya encontré el bendito Losartan potásico de 50mg, ¿Qué sigue?” … “Ya conseguí los 15$ necesarios para hacer mercado y no morirme de hambre esta semana, ¿Qué sigue?”
¡¿Quién en su sano juicio puede encontrar felicidad así?! ¡PUES NOSOTROS!
Porque la verdad es que NO estamos en nuestro sano juicio, esto realmente ES el mundo de Alicia en el País de las maravillas. Todos estamos locos y a pesar de eso, (o debido a ello) lo gozamos.
Descubrimos una parte de nosotros que realmente puede priorizar el amor, cosa que muchas personas alrededor del mundo pagan miles de dólares por conseguir. No necesitamos ir a la India con algún pseudo gurú hediondo que nos quite los reales para aprender a apreciar un momento alegre, y así, vivir al borde ha hecho que cada vez que beses a alguien, lo disfrutes como si fuera el último; que cada vez que bailes, sonrías como si hubieras brillado en la pista; que cada vez que ames, lo hagas tan intensamente que sientas que estás dejando todo en la cancha. Si alguno de ustedes, estimados lectores, no ha entendido aún esta lección, los invito a considerar pronto esa perspectiva, porque la pasadera de roncha sin aprendizaje es una de las cosas más fútiles que cualquiera pudiese experimentar. Es como pasar la mañana coleteando el suelo y a la vez pisar lo mojado a medida que avanzamos.
Lamentablemente todos coincidimos en algo: Los venezolanos aprendimos a ser resentidos en socialismo (algunos con razón, otros sin ella). En este caso particular, quienes se fueron resienten de aquellos que los empujaron lejos de su familia y los que nos quedamos, resentimos de aquellos que nos obligan a vivir en la mierda; ciertamente tenemos un sustento real para sentirnos así, pero esa no puede ser la fuerza que nos mueva. La historia nos enseña que en algún momento las cosas van a ser distintas, y debemos estar a la altura de la Venezuela que deseamos tener. Los países que quedaron destruidos por la guerra, hoy son las principales potencias económicas del mundo, pero hay una pequeña diferencia respecto a nosotros: La mentalidad.
Le tomó décadas a Europa levantarse y superar los embates de su propia estupidez, pero se levantaron, reconstruyeron. Aquí queremos todo de inmediato, oramos pidiendo: “Dios, dame paciencia… ¡PERO DÁMELA YA!” y las cosas no pueden ser así. Debemos depurar toda una nación del cáncer de la corrupción y la asquerosa “viveza criolla”. Es hora de matar despiadadamente a Tío Tigre y a Tío Conejo, pero eso no va a suceder de la noche a la mañana.
Es difícil, pero no es imposible. Se basa en un principio tan sencillo que nadie cree que sea verdad: Sé amable y consciente.
Aparentemente, es más fácil poner nuestra fe en el próximo “mesías” de turno: Chávez, Cárdenas, Capriles, Leopoldo, Mendoza, Guaidó… Hasta en el malandro ese cuyo apellido ni siquiera sé escribir, ¡Dios nos libre!
Los que nos quedamos vivimos anestesiados. Es muy difícil que alguna nueva calamidad nos afecte de manera profunda, al punto que ¡nos pasamos por las bolas al coronavirus! Ciertamente prestamos atención al principio, pero pronto nos adaptamos y ahora hasta rumbas hacen por ahí.
Detestamos que nos pregunten ¿Cuándo te vas? O ¿Por qué te quieres quedar? Por que la verdad es que NADIE SABE REALMENTE POR QUÉ SE QUEDA. Quizás nostalgia, quizás apego, quizás costumbre, quizás terquedad, quizás porque aquí podemos resolver lo que sea, quizás por temor. Aún así, tenemos las gónadas de sentirnos moralmente superiores a quienes se fueron.
Los que se fueron se sienten más inteligentes y valientes, muchos nos ven como conformistas. Ellos también detestan que les pregunten cosas: ¿Y por qué la gente en tu país permite que pase eso? O ¿En algún momento vas a volver?… ¡MAMAGÜEVO NO SÉ! Quizás gozamos una bola en la incertidumbre, quizás no sabemos reaccionar, quizás por temor.
Tanto los que se fueron como quienes nos quedamos, vivimos en una perenne sensación agridulce, una desgraciada felicidad por así decirlo, o una felicidad en desgracia, o desgracia feliz, o felicidad sin gracia (aún y cuando jodamos por todo). No vemos la hora de reencontrarnos, porque sabemos que así será, pero nos duele pensar que quizás estemos un poquito más arrugados cuando eso suceda. Somos una especie única de mamíferos homínidos que se hace grande cuando la cosa se pone fea y eso nos hace ser como el mercurio (el metal, no el planeta que tiene picazón de culo cada cierto tiempo y hace que nos vaya mal); cuando los venezolanos estamos dispersos, una fuerza cuasi magnética, pelada, pelética y pelempempética, nos trae de vuelta a estar juntos.
Nunca debemos decir “de esta agua no beberé”, porque no sabemos si el día de mañana los roles se intercambien, pero la única verdad subyacente que puedo extraer de todo esto, es que el mundo entero cabe en un abrazo, y por ahora, ESA es nuestra verdadera deuda externa.