Mi abuela siempre ha odiado la ropa colgando en los ventanales y terrazas, el «colorajo» que otorga a un edifico limpio y la eterna desorganización al ver el viento ondear distintas prendas de ropa. Caminando por Barcelona nunca dejas de ver ese colorajo, nunca estará n todas las prendas secas finalmente, nunca estarán dentro del armario o siendo usadas, pases donde de pases, vayas donde vayas estarán todos los trapitos al sol, buscando luz matinal, o brisa nocturna pero allí estarán.
Es curioso como el tiempo cambia la perspectiva de las personas, y en este caso, los lugares. Yo ya encuentro cierta belleza en esta característica citadina, me agrada a veces distraerme viendo las diferentes tallas que hay expuestas e imaginar cuantos viven allí, prendas lindas, prendas feas todas en una convención periódica; el gato del vecino debe disfrutar de lo mismo que yo porque siempre lo veo mirando esas ondas a veces hasta somnoliento pero allí se queda.
Encuentro que en esta ciudad de caos, de boletos de ida y vuelta, de turismo incesante, de días soleados y noches marinas, los trapitos al sol nos recuerdan que si hay algo constante, algo que no se va. Que en medio de esta masa vacacional también nos encontramos los que pertenecemos a ella, los que nos conocemos.
A veces mi hermano Jonathan al lavar su ropa no utiliza las pinzas para sujetarla a las cuerdas y el viento hace su trabajo y se la lleva al vecino de abajo, quien la cuelga en la escalera del edificio y Jonathan la recoge; no se articula palabra, el vecino no se queja, ni avisa al devolver la prenda y mi hermano no le dice gracias, ni le pide disculpas, pero allí están esos dos teniendo sin querer una conexión indirecta de convivencia. Igual que todos los vecinos de cada edificio y que todas las prendas estamos todos expuestos, ondulándonos al viento, sintiendo el sol o saliendo a la brisa nocturna, cayendo de un lado a otro y regresando al mismo sitio o con la mismas personas, pero no olvidemos nunca que allí está siempre el gato del vecino, que mira somnoliento cada movimiento y maravillado se queda observándonos a todos disfrutando de la imperfección que nos embellece.
Por: Katherine Marull
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