Bajo luces tenues de una calle angosta, dos amantes se besan sin parar, con ansias, sin aire… en la misma calle, un taconeo torpe resuena al pasar a los pies de una chica colgada del brazo de un hombre que le toma la cintura como si del timón de un barco se tratara. Dos manzanas a la derecha dos chicas risueñas juegan a experimentarse corriendo de la mano, ávidas por las escaleras a oscuras de un edificio del cascó antiguo. Olor a perfume y a cigarrillos mezclados con el vapor veraniego que parece que a todos encendiera en un fuego interno del que nadie se escapa. Así es Barcelona, llena de pasión cada noche y de mañanas tardías con dolor de cabeza y aliento a jaggermaster.
En este maravilloso limbo de romanticismo todos nos saltamos los compromisos, las formalidades, actuamos por instinto como si fuera nuestra última noche, o la primera de todas, beben para envalentonarse, bailan hasta el cansancio o hasta que el acompañante ceda a dar el siguiente paso. Incluso los que dicen haber sentado cabeza se han conocido por ese juego de cíclopes en la oscuridad como lo llama Cortazar.
Cada lugar debería tener una palabra y Barcelona a mí me suena a frenesí, a ganas de no esperar, a ganas de apostarlo todo en la primera mano de cartas y al inexistente miedo a perder la apuesta, al juego constante de conocerse, de la excitante curiosidad eterna entre dos extraños y a lo apasionante de un primer beso… y ¿que no es eso lo que nos hace sentir vivos? Si el amor también pero aquí eso puede esperar, como Penelope en el andén y que si llega el tren sea por suerte, que nos encuentre él a nosotros cuando tan entretenidos estamos en encantos superfluos, como el baile de Salome que algún día reclamará también nuestra cabeza o nuestro corazón.
Por: Katherine Marull
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